Barra libre
2/5/20253 min read


Este mes he hecho muchas cosas que juré jamás haría, así que para sumar otra más a la lista, este sábado he terminado en uno de esos clubes nocturnos que tienen barra libre antes de medianoche. En cuanto cruzas el umbral de la puerta, te sientes dentro de una película musical. Todo parece formar parte de una coreografía perfecta: el personal sonriente en exceso, esa fila interminable en el baño de damas, la ingente cantidad de alcohol y los jóvenes de dieciocho años recién cumplidos a los que me encantaría enseñarles a beber porque después de dos rondas es cuestión de tiempo para que vomiten sobre el suelo…
Lo mejor que te puede pasar en estos sitios es que te asignen un lugar cómodo en dónde sentarte después de abrirte paso a codazos y empujones entre el mar de desconocidos que aprovechan el alboroto y la confusión para pellizcarte el trasero. Y lo peor, sin duda alguna, es el caótico y ruidoso ambiente con música de «autotune», donde tienes que hacer tu mejor esfuerzo para seguir el hilo de la conversación del chico con el pendiente en la oreja y de pinta de estrella de rock que se te acerca para coquetear. «¿Tienes fuego?». «¿Cómo te llamas?». «Pareces europea con ese flequillo tan corto». «Tú pareces idiota, pero el tipo de idiota que puede ser gracioso». «¿Qué te tomas?».
Hay pocas cosas que me desagradan más que ordenar una bebida en una barra libre. No soporto tener que hablar a voz en grito mientras me inclino sobre aquella pegajosa superficie solo para que el «bartender» me mire las tetas, porque nunca pretendo mostrarlas como fruta en oferta ni nada por el estilo, pero los hombres tienden a confundir las cosas con suma facilidad. En realidad, los hombres tienden a confundirlo todo. Un ejemplo es el muchacho que está sentado a dos mesas de la mía y que no ha dejado de mirar a mi amiga Ana desde que llegamos. Ella le ha puesto los ojos en blanco y hecho muecas de desprecio para dejarle claro que no te interesa y en menos de cinco segundos el pobre se le acercará para invitarla a bailar.
Cinco, cuatro, tres, dos, uno… Home run.
La música de reggaetón no me gusta, así que me hundo en el sofá mientras Ana se levanta a bailar con una chica que sí es su tipo. Miro a mi alrededor. Enfrente de mí hay una pareja, la mujer le cuenta al hombre que en realidad acaba de salir de una relación larga y que no busca nada serio. Un poco más allá, un grupo de hombres de veintitantos se miran entre sí en silencio. Pienso en lo maravilloso que sería poder escarbar dentro de sus cabezas, descubrirlo todo y tener a la vista ese lienzo lleno de matices, porque a su edad más de una persona les ha dicho que el marrón y el negro no combinan bien, que los hombres deben sacar a bailar a las mujeres, y que no está bien bailar entre ellos, aunque sean algo más que amigos.
Necesito una pausa, así que voy al baño. Espero mi turno mirando al frente, contando a las mujeres delante de mí. Me gustaría que todas ellas fueran fichas de dominó para empujarlas con el dedo y dejar el camino libre hasta el cubículo con papel de baño. Entonces, el estallido de una carcajada me hace mirar sobre mi hombro. Hay una muchacha que se ríe de su mejor amiga que ha terminado en el suelo por culpa del alcohol. Se ríe como si la niña que lleva dentro intentara salir, inclinándose hacia adelante antes de dejarse ir atrás con las manos sobre la barriga, los ojos entrecerrados y una curva traviesa en los labios, como si un titiritero jalara de las comisuras con hilos invisibles. Reírse de esa manera debería ser considerado uno de los grandes placeres de la vida, al igual que tener un orgasmo y llegar a la comodidad del hogar después de visitar sitios como éste.
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