Cielos de enero

APUNTES

2/1/20255 min read

Odio el cielo nublado. Odio las mentes nubladas. Los dos escenarios, más allá de que sea primavera o invierno, me llevan a un mismo pensamiento: El cielo es como las personas. Un abismo infinito y misterioso. Y aunque en el imaginario ambos siempre están iluminados por la luz cálida del sol que brilla en lo alto, en la vida real, todos nos nublamos. Por fortuna, en el corazón y en la naturaleza nada permanece. Nada. Y la prueba está al volvernos lluvia delicada, otras veces tormenta, para después pensar con cierto alivio: «Ahí van mis penas, mis miedos, mis dudas». Porque no hay nada más sanador que llorar y llorar hasta vaciarte. Porque solo así vuelve a salir el sol. Porque solo así, podemos ser arcoíris.

Todos somos cielos. Unos días claros y despejados, otros tantos nublados de un puñado de pensamientos que nos atormentan como relámpagos zigzagueantes tras la intimidad.

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A veces por las noches me tumbo sobre el techo de mi casa con los ojos bien abiertos y contemplo la infinitud del universo. Lo comparo con el comienzo de mi vida. Una multiplicación celular tras la fecundación, similar a la explosión del Big Bang que generó miles de estrellas. Una existencia que con el paso de los años ha logrado encontrar su propósito: escribir.

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Siempre encuentro emocionante descubrir anhelos a través de la lluvia. Porque ver lo qué hacen otros cuando el cielo se rompe es una gran forma de conocer a alguien. Me parece más orgánico y menos raro que preguntar qué desean, qué les hace sonreír, qué les molesta, qué les duele o si recuerdan la última vez que les importó una mierda los estragos que el agua hacía sobre su cabello. Porque en la lluvia no hay espacio para mentiras. Para apariencias. Ni siquiera para el maquillaje. En la lluvia volvemos a ser agua. Niños. No importa tanto mojarse o cubrirse, solo dejarse ver.

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Cuando era pequeña adoraba la escena de Peter Pan en la que Wendy y sus hermanos se recostaban sobre las algodonosas nubes para espiar al capitán Garfio, porque siempre quise (mejor dicho... he querido) hacer lo mismo: hundirme entre sus esponjosos bordes y dejar que abracen cada parte de mi cansada espalda. Si nunca soñaste con volar para poder alcanzar ese suave y mullido paraíso quizá no hablemos el mismo idioma.

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Si encuentras un lugar solitario desde el que puedas mirar el cielo, túmbate sobre la hierba y ve el mundo girar. Descubre figuras en las nubes y también en tu interior, detrás de las costillas, casi al centro del pecho. No importa si hallas algo que no deseas o que no esperabas. Recuerda que la introspección es un deporte de alto riesgo y que tu inmensidad esconde una historia imperfecta.

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Lo más divertido de tener un blog es que lo que has escrito permanece, porque cuando lo lees años más tarde muy pocas veces piensas «qué lista era», sino todo lo contrario. Y dejar constancia de tu propia estupidez es una de las mejores formas que conozco de hacer brillar lo mucho que has madurado a través de los años. Eso y mirar los asientos vacíos que aquellos que ya no están dejaron en tu tren después de su partida.

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¿Hay algo más demoledor que mirar al cielo con la certeza de que allá arriba no hay nada más que nitrógeno, oxígeno, argón y vapor de agua? El escepticismo erosiona.

Entro en la cocina dando tumbos por culpa de las bolsas del mandado que no me dejan ver por dónde camino. Cuando por fin logro ponerlas sobre la barra, rebusco en todas ellas hasta encontrar los tomates para la sopa de fideos. Los desinfecto con las gotitas microbicidas mientras escucho la voz en mi cabeza de mi padre que me dice «siempre con Microdyn, nunca con jabón». En cuanto termino, pelo las dos primeras capas de la cebolla y las tiro a la basura, luego le corto los rabos, la parto en trozos pequeños y los meto en la licuadora junto a los tomates, el caldo de pollo que hice anoche, dos dientes de ajo y un puñito de sal, ¡ah! y dos hojas de cilantro, no me olvido. Una vez molido todo, vierto la salsa en la cazuela precalentada con los fideos fritos y la dejo ahí hasta que rompa el hervor, no sin antes bajar la llama de la lumbre al mínimo, «las mejores cosas llevan paciencia», lo sé.

Pasado un rato, cuando el aroma de la salsa lo perfuma todo, me acerco a la estufa y con una cuchara de madera pruebo un poco. Cierro los ojos, la pruebo y entonces… entonces los veo a todos ellos, a mi familia.

Los recuerdos son así. Chispas. Surgen en el momento más inesperado. Chrrs. Esa palabra que papá usa para dirigirse a ti y solo a ti, ese «flaca, ¿cómo has estado? ¿Qué tal el trabajo?». Chrrs. Esa risa desconocida en la parada del autobús que te trae a la memoria aquella tarde lejana en la que mamá dijo un chiste subido de tono. Chrrs. La expresión que tu nuevo compañero de trabajo dice sin descanso y que solamente se la habías escuchado decir a tu hermana, ese «¡relájate un buen!». Chrrs. La palabrota que siempre gritas cuando te golpeas el dedo chiquito del pie con la esquina de la cama, ese «¡carajo!» que aprendiste de tu padre y que probablemente tus sobrinos aprenderán de ti. Chrrs. El apretón algo áspero de ese ejecutivo de la empresa que tanto se parece a esa sensación de tu piel cuando volvías de la playa y comenzabas a descarapelarte por no haber usado suficiente bloqueador. Chrrs. O el olor de la sopa de fideos, el aroma intenso de la salsa de tomate hirviendo en la estufa, la sensación de respirar hondo con lentitud, antes de saborearla y llenarte de toda una vida de instantes pasando ante tus ojos en un segundo.

En mi caso son las incontables tardes que compartí con mi papá, mi mamá y mi hermana a la hora de la comida, hablando de esto y de aquello. Del «animal político» que gobierna al país, según mi papá, porque citando su opinión y contrario a lo que se cree «López Obrador sabe lo que hace y no tiene un pelo de tonto», lástima que solo lo usa a su beneficio porque se está llevando a México «entre las patas». De la llamada perdida de «Voldemort» que tengo en mi celular, porque «en esta casa ya no se menciona el nombre de mi ex». De lo útil que puede llegar a ser vivir como «trucha enjabonada» cuando se trata de ignorar los juicios de los demás.

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