Cincuenta doblones de oro
7/7/20235 min read
Puede que, si esa noche en el estrecho de Osype hubiera sabido todo lo que arrastraría la decisión de subirla a mi barco, me habría negado a hacerlo. Tal vez si hubiera dejado que se ahogara en el mar embravecido, mi garganta no valdría cincuenta doblones de oro. ¿A quién quiero engañar? Nunca podría haberle dado la espalda. Y habría ocurrido, de todos modos. Antes. Después. ¿Qué más da? Noor «El Matasangre», habría encontrado cualquier excusa para ponerle un precio a mi cabeza: robar un gran tesoro, navegar más allá de dónde él ha llegado, cogerme a una de sus meretrices favoritas… Las razones sobraban. Todo para tener el placer de agregarla a su infame colección que decora el casco de su barcoluengo, Espíritu Negro, compuesta por los cráneos de sir Mols «El Bárbaro», Kidd «El Rojo» y Lois «La Cruel», por hablar de los más importantes.
Pienso en eso mientras lady Pauline está a mi lado, atada al palo mayor en el centro de la embarcación Sol Naciente. Su pelo, de color de las calabazas maduras, revolotea con el viento haciéndome cosquillas en la nariz y los rayos del sol se encienden sobre las pecas de su rostro. Casi todos los restos de la batalla que tuvo lugar durante la noche se han hundido por completo: más de diez galeras, ocho cocas y el navío Corazón de Plata capitaneado por el almirante Rhys Witty, un hombre que pasó el viaje tan mareado que los marinos lo apodaron Rhys «Caraverde» y que, aunque nunca fue completamente de mi agrado, sin duda alguna, fue leal hasta la muerte.
—Jake, tengo miedo —dice a lo bajo.
«Carajo, yo también lo tengo», pero sé que Pauline no quiere escuchar algo así. Siendo preciso lo único que le interesa es saber si cuento con algún plan para salir de situaciones cómo esta, si de un momento a otro veremos llegar flotas de apoyo en la línea azul zafiro del horizonte. Pero no hay nadie más a favor de la causa. Su causa: la muerte del temible pirata. Así que en lugar de mentirle, solo busco su mano encontrándola con dificultad.
Poco después, el capitán del barco, Jenkin Bones, un hombre despreciable con apariencia de sapo, baja de la toldilla y nos mira a todos los rehenes sin mucho interés, hasta que se detiene delante de lady Pauline mirándola con unos ojos fríos cargados de intenciones.
—Vaya, vaya. Ya veo porque el alboroto —dice después de inclinarse y tomar un mechón de su pelo que se lleva a la nariz.
—¡Aléjate de ella! —digo a voz en grito al ver cómo disminuye la distancia entre los dos.
Jenkin aparta la vista de Pauline y mi rostro se refleja en sus ojos en su lugar.
—Jake, el maldito «Perro» Jones en persona… Veo bien que Noor tenía razón, te encanta meterte en los asuntos de otros.
Aprieto los labios.
—No eres más que un sapo vil y cobarde.
Sé que he dado en el blanco cuando su sonrisa se desvanece. Los hombres como él son tan predecibles…
El capitán alza una ceja en alto antes de desenvainar la espada, romper mi soga y lanzarme la mía.
—¡De pie! Quiero ver lo mejor que tienes —dice sin vacilar.
Casi de inmediato, el alboroto de los circundantes ahoga el murmullo del mar, seguido del Chis Chas de los aceros. Puedo oír los gritos ahogados de lady Pauline a mi espalda mientras esquivo los barriles que algunos bucaneros ruedan sobre la cubierta para hacerme caer. El miedo que sentía hace unos minutos se ha convertido en la más embriagante de las sensaciones. Mi corazón ha dejado la quietud de lado y ahora late violentamente, como un océano azotado por una tormenta al tiempo que blando mi cimitarra.
Entonces, la hoja curva de una espada que no es la mía le atraviesa el cuello y casi de inmediato el capitán del Sol Naciente cae al suelo, expulsando borbotones de sangre que ahogan sus últimas palabras, mas no las de su tripulación, que, al instante, se convierte en una turba iracunda precipitándose en tropel hacia los filibusteros del Matasangre mientras terminan de abordar el barcoluengo desde Espíritu Negro.
Aprovechando la confrontación, corro hacia lady Pauline, pero antes de que logre llegar hasta ella, cinco corsarios que salen por todas partes, como cucarachas, se abalanzan sobre mí y consiguen desarmarme, sujetarme por los brazos y ponerme un cuchillo en el gaznate.
La rebelión ha durado poco más que un suspiro.
—Me disculpo por eso —dice Noor colocando monedas de oro en la boca del capitán Jenkin—. Sé que el capitán «como se llame» era importante para algunos de ustedes; aún así, deben saber que las primeras impresiones son importantes. Y ustedes, caballeros, no podrían llevarse ninguna, si alguien juega con lo que es mío por derecho y permito que salga sin castigo. De modo que, bueno, ustedes entienden. —Hace una pausa—. Lo que me lleva al siguiente punto, la razón de estar hoy aquí honrándolos con mi presencia.
Noor, un monstruo de casi quince arrobas de peso que se ha ganado el sobrenombre «Matasangre» por razones obvias, avanza hacia mí a paso veloz mirándome con los ojos palpitantes de furia, pero cuando blande la espada al aire desde lo alto, el alarido desesperado de lady Pauline llama su atención. La atención de todos.
—¡No! ¡No lo mates, por favor! —Está temblando y no es de frío—. Me casaré contigo, pero no lo mates.
Noor baja la espada muy despacio.
—Oh, querida; pero qué modales los míos, me había olvidado de ti. Permíteme ayudarte.
Da unos pasos al frente, la desata y le tiende la mano. Sin embargo, ella se encoge negando el contacto.
—¡Déjala en paz! —le advierto.
Pero no hace el más leve movimiento ni pronuncia palabra, a diferencia del oficial que acerca todavía más el cuchillo a mi garganta.
Vuelvo a hablarle de nuevo, igual que antes, mirándolo fijamente y con el mismo tono de voz, sólo que un poco más alto, de manera que puedan escuchar todos los presentes, pero con la más perfecta calma y serenidad:
—Si no te alejas de ella en este mismo instante, te juro a ti, por quien soy, que no llegarás al mediodía.
Solo entonces le da la espalda y me mira.
—Tú no eres nadie. No eres nada.
En ese momento, el sonido de un disparo quiebra el silencio y todo lo que había de moreno en el rostro del pirata desaparece de golpe a la vez que sus profundos ojos del color de la brea se quedan vacíos antes de caer desplomado ante mis pies. Al alzar la vista, soy capaz de ver a lady Pauline empuñando un humeante mosquete con ambas manos. Pero la expresión de su cara, no tiene nada de agradable. Tiene el aspecto de haber visto un espectro o al diablo mismo, o algo peor, si es que lo hay, y debo admitir que es una pena perder tanta belleza, en tan corto instante.
—Jake, Jake, mírame —dice haciendo acopio de fuerzas para mantenerme en pie.
La miro.
—No te vayas, quédate conmigo. Oh, no, ¿qué hice?
—¿Venciste? —logro decir.
—¿Qué?
—¿Está muerto?
Con una sonrisa, ella me peina con los dedos y acerca sus labios a los míos, pero antes de que logre descubrir si sus labios saben a canela como siempre lo imaginé, la oscuridad se arremolina a mi alrededor y me lleva consigo a la tranquilidad de la noche.
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