Cuando no quedan más refugios
8/7/20246 min read


Cualquiera podrá decir que he perdido la cabeza por cambiar el penthouse de Nueva York por esta caja de zapatos en el rincón más inhóspito de Alaska, y quizá sea así, pero al menos aquí no volveré a dañar a ninguna otra persona que me importe. Además, si exceptuamos la fachada de color verde menta que me cuesta creer que alguna vez haya estado de moda, la cabaña no está tan mal, aunque sin duda alguna ha vivido épocas mejores.
Después de tomarme un minuto para asimilar mi nueva situación, abro la puerta con un fuerte empujón al tiempo que giro la llave, tal como me lo indicó el dueño porque, al parecer, siempre se atasca debido a la humedad. Por dentro, la cabaña está más sucia de lo que imaginé, como si hiciera décadas desde la última vez que alguien le pasó un trapo encima. No hay televisión, solo una chimenea de piedra y una balda con libros y juegos de mesa. Coloco las pocas maletas que traje conmigo en el único sillón que hay y luego me abro paso entre el resto de los muebles de la estancia. Recorro las cortinas de encaje ya amarillentas y abro la ventana principal de estilo inglés para que el aire fresco entre y ahuyente el espantoso perfume de abandono enquistado en cada rincón.
Aunque el cielo encapotado promete tormenta, el paisaje es demasiado hermoso y verde. Un planeta alienígena custodiado por árboles ancestrales que, en medio de la escasa claridad del atardecer, parecen abrazarse unos a otros, verdes y benevolentes. Supongo que podría decir que este lugar es la tranquilidad encarnada, sin zozobra ni agitación a la vista, más que aquella que habita en mi corazón. Mientras contemplo la despedida del sol, me pregunto si a Felix le hubiera gustado este sitio. Seguro que no. Él más bien era un hombre de ciudad. Algo que nunca entendí, ya que el ajetreo infernal que se vivía todos los días en las avenidas de la gran metrópoli me hacía desear que un meteorito entrara en órbita y se estrellara contra la Tierra.
Pasado un rato, lanzo un suspiro y comienzo a poner orden y desempacar algunas de las maletas que, lejos de contener objetos, guardan pedacitos de la vida que ya no tengo y que aún no estoy lista para soltar del todo. Cuando llego al contenedor de las fotografías, no puedo evitar derramar lágrimas agridulces, porque nunca antes las había visto de la forma en la que las miro ahora: como un puñado de instantes llenos de polvo, opacados por mis malas decisiones. Uno a uno, cojo esos recuerdos con temor de dañarlos todavía más y los acomodo en la repisa que hay sobre la chimenea.
No sé cuántos minutos pasan hasta que aparto la mirada de esa serie de imágenes. Solo sé que de pronto todo se siente diferente. Quizá se deba a la aplastante oscuridad de la noche que ha despertado el ulular de algunas aves. O quizá a la lluvia que ha empezado a caer como una emboscada, pero ahora la cabaña ya no parece tan acogedora, de hecho, me resulta un poco siniestra, como si los fantasmas que creí haber dejado atrás hubieran encontrado mi refugio y se rehusaran a marcharse, aferrándose a sus paredes con fuerza.
La ansiedad me oprime el pecho. Descompuesta, jalo aire con obstinación primitiva, pero este parece evaporarse antes de llegar a mis pulmones. Casi enseguida, mi corazón empieza a latir tan rápido, que estoy segura de que en cualquier momento se saldrá de mis costillas y terminará sobre las tablas de madera. Cuando quiero darme cuenta me encuentro corriendo bajo la tempestad. Es violenta y se cuela entre mis grietas, inundándome por dentro mientras huyo a toda velocidad. ¿De qué? No tengo idea. De la culpa, de las ganas de llorar que me llenan los ojos, de las pinzas que me cierran la garganta, de esos dolorosos recuerdos que intentan abrirse paso en mi interior… Cualquiera de esas opciones puede ser válida.
Mis pasos precipitados salpicando el agua bajo mis pies perturban el apabullante silencio y el bosque boreal a mi alrededor ha hecho su encanto a un lado para convertirse en una vorágine de aspecto aterrador que abre sus fauces para recibirme conforme me adentro más y más en él. Pero no escucho nada, no veo nada, solo los destellos de esa noche que entran a fogonazos, hasta que una especie de aullido espeluznante me eriza la piel.
Me freno de golpe.
El hombre que me alquiló la cabaña me dijo que los lobos no suelen bajar a esta parte del bosque, pero en lugares indómitos como este nunca se sabe, así que una completa imposibilidad no es. Con la respiración contenida, clavo la vista en el espeso muro de sombras a mi alrededor, y aunque es inútil alcanzar a ver algo más allá de los pinos y abetos más cercanos, algo me acecha, puedo sentirlo.
¿En qué momento pensé que salir de la seguridad de la cabaña era buena idea? ¿A quién engaño? No pensé, ese es el problema. Nunca lo hago. De lo contrario ni siquiera hubiera tenido la necesidad de ocultarme en el culo del mundo para ahorrarle a mi padre la molestia de volver a ver el rostro de la persona que le arrebató su futuro. Me gustaría llamarlo y decirle cuanto lo siento, pero no creo que las probabilidades de que levante el teléfono sean mayores a las de la última vez que lo intenté mientras abordaba el avión.
La autocompasión da un paso atrás cuando distingo el sonido de pisadas firmes que provienen de las entrañas más profundas del bosque. No puedo evitar cerrar los ojos al darme cuenta de que estoy metida en un buen lío otra vez. Por desgracia es lo único que sé hacer, mi único talento. Trago saliva dejando que el desconsuelo resbale por mi garganta y hago un esfuerzo por centrar mi atención en el aquí y ahora.
Maldición, ¿qué hago? ¿Me quedo aquí? ¿Sigo adelante?
Tras meditarlo un largo minuto, decido volver sobre mis pasos, pues, después de todo, esa es la parte segura del camino. No he avanzado ni diez metros cuando los veo. Un par de ojos brillantes que me miran con una despiadada atención desde unos matojos. Mentiría si dijera los pensamientos que cruzan por mi cabeza en este instante, porque la verdad no puedo explicar la razón por la que me quedo inmóvil mirando cómo la silueta del animal va tomando cuerpo conforme sale del camuflaje de la oscuridad. Es un lobo. ¡Un lobo! Y aunque no es muy grande, me estremece hasta la médula. El color predominante de su pelaje es el gris, pero con reflejos blancos que aparecen y desaparecen con cada paso que da.
Entonces, escucho un silbido a lo lejos, pero la bestia ni se inmuta y en menos de lo que dura un segundo se abalanza sobre mí. Me tambaleo por el empujón de sus patas delanteras y mientras me desplomo sobre el lodo, los recuerdos de esa noche pasan ante mis ojos como una película. Veo la fiesta. El sonido de risas que parecían enlatadas. Lo veo a él, a él, a él. Sus ojos avellana iguales a los míos, pero que miraban de una forma distinta, más inocente. Su sonrisa traviesa y esos hoyuelos escurridizos que heredó de mamá. Mis pasos tambaleantes. El coche. Las líneas incandescentes de las farolas iluminando el camino. La canción We are young de Fun sonando a todo volumen en la radio. Una llamada. La gravedad abandonándonos por lo que en ese momento me pareció una eternidad, hasta que el estallido de cristales lo invadió todo. Y de repente…, de repente el eco de ese último aliento.
Cuando mi cuerpo alcanza el suelo, me golpeo la cabeza en un impacto duro y brusco. Luego una lobreguez más densa que la noche se arremolina a mi alrededor y vuelvo a sentirme a salvo. No hay memoria. No hay dolor. No hay nada. Solo calma.
No sé cuánto tiempo permanezco ahí, inconsciente y tumbada sobre el tapiz de hojas húmedas y tierra, pero al abrir los ojos, el lobo sigue encima de mí. Desde aquella noche me había detenido a pensar muchas veces en mi muerte porque, en realidad, había tenido demasiadas posibilidades de terminar así, pero ni de cerca imaginé que mi final sería ser devorada por un animal. Lo veo abrir el hocico y relamerse la saliva con anticipado deleite antes de emitir otro aullido que le dedica a la luna recortada sobre su cabeza. No aparto la vista de sus blancos y filosos colmillos esperando lo peor, cuando un hombre aparece entre las sombras y tira de él sujetándolo de un collar que lleva en el cuello.
—Mierda, lo lamento. ¿Estás bien? Dime que lo estás. —Es muy alto, de pelo castaño dorado y tiene un acento británico marcado.
Lo miro sin poder contener el llanto.
No, no estoy bien. No si mi hermano ya no está.
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