El día que un corazón se detuvo
3/28/20242 min read
Es curioso cómo cambian las prioridades con el paso del tiempo. También es curioso lo mucho que lo hacen las personas. Jerome fue muy diferente como abuelo que como padre. Era más. Más amoroso. Más divertido. Más comprensivo. Más atento. Era el hombre que nunca fue con su hijo Alex. Aquél que hacía el ridículo articulando caras tontas con tal de hacer a su nieta reír y también el que más se horrorizaba cada que Lizzy salía de su escondite gritando «buu». Pero pese a todo lo que cambió, pese a los pasos que dió cada día para alejarse de su antiguo yo, la sombra del hombre que un día fue lo encontró...
—¡Abuelo, mira! ¡Mira, abuelo! ¡No estás mirando!
—Sí que miro, cariño. ¡Vaya, qué bien está quedando!
Lizzy sonrió y luego correteó por la nieve hasta que encontró dos varas secas que pasaron de ser simple naturaleza muerta a convertirse en los brazos del muñeco de nieve más guapo de aquel lugar. Jerome se sentó en el bordillo de la jardinera del hospital y suspiró hondo. Cuando abrió los ojos cinco minutos más tarde, Lizzy ya casi había terminado de formar a su frío y rechoncho amigo. La miró bajo la luz del sol que brillaba en lo alto del cielo antes de levantarse e ir tras ella.
—Se llama Charlie.
Jerome curvó los labios y le dió un tirón a una de sus trenzas.
—A Charlie le hace falta una bufanda. —Se quitó la que llevaba puesta y la enrolló bajo la cabeza del muñeco.
Luego la abrazó con fuerza y la cogió de la mano para volver adentro mientras Lauren los contemplaba desde lejos, buscando la mejor manera de decirles que los médicos del hospital no habían podido hacer nada para reanimar a su hijo. Supo que era grave al ver su aspecto, como si algo acabara de marchitarse en su interior. Jerome parpadeó para ahuyentar las lágrimas con sus pestañas y se sujetó de la jardinera que tenía delante cuando se le doblaron las rodillas.
—¿Está…? —murmuró.
Pero Lauren no pudo responder y solo bajó la cabeza, haciendo un esfuerzo para no derrumbarse frente a Lizzy que la miraba todavía con una sonrisa en el rostro.
A partir de entonces, Jerome volvió a encerrarse dentro de sí mismo. Fue como si con el corazón de Alex, el suyo también se hubiera detenido. Pero no fue un parón brusco y contundente, sino latido a latido; con pausas cada vez más largas, casi infinitas y palpitaciones tan breves que cuando dejó de latir no se dió cuenta. Sencillamente dejó de sentir, volviéndose el hombre frío y distante que Alex conoció. Su viejo muñeco de nieve.
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