El vendedor de deseos

RELATO

9/15/20255 min read

Bajo el cielo sin luna de aquella noche, el mercadito dormitaba como un animal cansado, hasta que un resplandor cálido comenzó a serpentear entre los puestos que esperaban impacientes por clientela. Eran los destellos de los frascos que un anciano llevaba en su caravana, apilados junto a un montón de relojes sin manecillas que marcaban una hora que nadie parecía conocer y algunas campanillas cuyos badajos tintineaban suavemente.

No ofrecía fruta, ni las baratijas de su caravana que se sacudían a cada paso. Solo decía con voz de eco antiguo:

—Vendo deseos. Solo uno por persona…

Todas las personas que pasaban a su lado, lo miraban de reojo, pensando que era un loco inofensivo, excepto el pequeño Tino, cuyos ojos azules brillaron como si acabara de encontrar la entrada secreta a un lugar que había soñado muchas veces. Y aunque no sabía por qué, sentía que ese peculiar vendedor podía ayudarlo a llenar ese vacío que llevaba dentro, como si su alma hubiera olvidado empacar algo antes de nacer.

—¿Cuánto cuestan? —preguntó, acercándose con timidez.

El anciano la observó en silencio, como si sus pecas furan palabras escritas en su piel y dijo:

—Para ti… nada.

—¿Y qué debo hacer? —preguntó, esta vez con una sonrisa.

El anciano de piel tostada y nariz bulbosa sacó un pergamino percudido por el tiempo, lo desplegó y le entregó una pluma que brillaba como si atrapara luz del sol que se había despedido hacía varias horas.

—Escríbelo aquí, pero sé preciso. La magia es literal.

El oro y la fama jamás cruzaron la mente del pequeño, pues solo pensó en su madre, en cómo, desde que su padre se había marchado, parecía haber perdido su sonrisa; así que, sin dudarlo, Tino escribió: «Deseo ver lo invisible, lo que se oculta a simple vista», con la esperanza de encontrarla en ese lugar secreto donde las estrellas esperan la noche para brillar.

El anciano leyó las palabras sin necesidad de mirar el pergamino antes de sonreír con satisfacción. Después, juntó sus manos alrededor del papel con un gesto lento y el pergamino se convirtió en un remolino de polvo dorado que envolvió al niño, mientras todos a su alrededor continuaban su camino, cegados a la magia de aquel instante. Y cuando las partículas brillantes cayeron lentamente sobre sus párpados, Tino se quedó sin aliento.

Palabras no dichas flotaban como globos de helio sobre las cabezas de los transeúntes, algunas suaves y luminosas como farolillos, otras oscuras y pesadas como nubes de tormenta. Promesas rotas tintineaban a cada paso, y de vez en cuando un nuevo estruendo inquietaba el silencio, con el sonido de un cristal estallando. El arrepentimiento también reptaba por el suelo, como una sombra bordada a los talones de quienes lo cargaban, dejando un rastro frío tras de sí. Los sueños olvidados viajaban dentro de burbujas iridiscentes, que subían y bajaban, atrapadas en corrientes de aire que cambiaban de rumbo sin previo aviso. La esperanza revoloteaba en diminutas luciérnagas que seguían de cerca a quienes aún creían, iluminando su camino por instantes. El enojo, en cambio, ardía ferozmente en el pecho, como llamas que lo consumían todo a su paso. Y los miedos, pequeños y temblorosos, se escondían en mangas y solapas, esperando no ser vistos.

Tino dio un paso hacia adelante, sintiendo que entraba en un sueño que no estaba muy seguro de querer interrumpir, hasta que vio a su madre entre la multitud que seguía su vida sin advertir nada. Caminaba despacio, cargando una bolsa con enseres que parecía más pesada de lo que en realidad era. Y entonces la distinguió: su tristeza. Caía de sus mangas en un hilo constante de arena gris, invisible para todos menos para él. No eran granos grandes ni llamativos, pero cada uno llevaba consigo el destello apagado de una luz que ya no brillaba.

Cuando intentó acercarse, algo se lo impidió. Un un pajarito que aún no aprendía a volar se le trepó al hombro, temblando. Lo reconoció sin dudar: era su miedo a no poder devolverle nunca la sonrisa a su madre. Lo acarició con cuidado y el polluelo, en vez de huir, se aferró más fuerte, con sus pequeñas garras.

—Ver lo invisible es solo el principio, pequeño —dijo el anciano mientras lo observaba desde su caravana—. Lo difícil es decidir qué hacer con lo que ves.

—Quiero que mamá vuelva a sonreír —susurró.

Como el tiempo no solo había hecho al anciano más viejo, sino también más sabio, no se sorprendió por sus palabras.

—Ese es un deseo muy noble, pero también peligroso.

Tino frunció el ceño.

—¿Peligroso?

—Sí —respondió el hombre de pelo blanco, con esa calma que da la certeza de haber visto demasiadas veces el mismo error—. La felicidad no se regala como una fruta madura, ni se cosecha en nombre de otro. Solo crece si quien la busca está dispuesto a cuidarla.

Tino miró la arena gris que seguía cayendo de las mangas de su madre, sintiendo una urgencia que le quemaba las manos.

—Pero yo quiero ayudarla.

El anciano ladeó la cabeza, como si midiera el peso de esas palabras.

—Puedes mostrarle el camino, pero si intentas llevarla a la fuerza, podrías terminar perdiendo tu sonrisa… y aun así, ella no encontraría la suya.

Tino apretó los puños. No entendía del todo lo que el anciano le quería decir, pero una sensación extraña le encogió el pecho.

—¿Y entonces qué hago? —preguntó confundido.

El hombre sonrió con melancolía.

—Cuida de tu propia luz. Cuando sea lo bastante fuerte, puede que alumbre el camino de otros… pero no olvides que no puedes obligarlos a seguirlo.

Tino bajó la vista. Entre sus dedos, una diminuta luciérnaga palpitaba débilmente, así que la acogió con cuidado entre sus manos, prometiéndose que no dejaría que su luz se apagara.

Mientras lo miraba, el anciano volvió a empujar su carrito, y los frascos de cristal tintinearon como si le desearan lo mejor al pequeño.

Tino apretó la luciérnaga entre sus manos, sintiendo su calor tembloroso contra la piel. Cuando la abrió de nuevo, el insecto alzó el vuelo y dejó tras de sí un hilo de luz que se desvaneció en el aire, como un mapa invisible que solo él podía seguir.

Por un instante, creyó escuchar la risa de su madre, no en el mercado, sino más allá, en algún lugar donde todavía lo esperaba.

Y entonces entendió que la verdadera magia apenas comenzaba.