Freyja
11/4/20236 min read
Es imposible predecir esos momentos decisivos que marcarán un antes y un después, y también ser consciente de que estás viviendo uno de ellos justo cuando ocurre. Pero aquella mañana de verano, tras la batalla del «Ragnarök» que tuvo como resultado el destierro de todos los dioses a «Midgard», despojándonos de nuestra divinidad, lo supe. Mi vida, la vida de Freyja, la antigua diosa del amor, nunca más volvería a ser la misma.
Recuerdo que aquella mañana después de mirar a mi alrededor con ojos curiosos, permanecí paralizada en medio del solitario mirador con vista al mar porque no sabía qué hacer ni a dónde ir. El sitio no guardaba ninguna similitud con el reino de «Fólkvangr». No había verdes praderas extendidas más allá de dónde mis ojos podían ver, ni las grandes mesas dónde los guerreros caídos durante las batallas se sentaban a mi lado para poder disfrutar las delicias de los dioses. No había nada de eso, solo un intrincado pueblo junto al océano, desperezándose con los primeros rayos del sol, así que, el vestido lencero que llevaba encima y caía en cascada hasta mis tobillos no podía ser más perfecto para el calor que comenzaba a sentirse. Al saborear la sal que la brisa marina arrastraba con ella, una sonrisa se prendó de mis labios porque al menos no había terminado varada en un trozo de hielo en mitad de la nada. Entonces, una agradable sensación de familiaridad me atravesó cuando un par de gatos salidos de la nada comenzaron a frotarse de forma juguetona contra mis tobillos.
—¿«Bygul», «Trjegul», son ustedes? —pregunté en voz baja, casi como un susurro. Pero ellos no respondieron, no como lo hubieran hecho en mi mundo, pues en su lugar lanzaron maullidos inquietos al aire antes de caminar calle abajo.
No hizo falta que hicieran nada más para entender lo que trataban de decirme, así que, sin pensarlo dos veces, los seguí dejando atrás las colinas arcillosas y el agua del mar que chocaba contra ellas con suavidad.
Por unos minutos todo se sintió como en los viejos tiempos, aquellos en los que mis fieles compañeros solían tirar de mi carruaje a través de los nueve mundos. Solo que en ese instante me conducían entre grandes edificios que a esas horas del día me parecían todos del mismo color, templos erigidos a dioses de los que nunca antes había oído hablar y un río que dividía la ciudad en dos. Hasta que finalmente ambos felinos se sentaron delante de un escaparate que me dejó sin aliento.
En cuanto mis ojos se detuvieron en las hermosas joyas al otro lado del cristal fue como si el mundo entero se parara; cada ola de mar, cada aleteo de mariposa. Me quedé sin respiración mirándolas desde la acera, mientras ladeaba la cabeza sin apartar la vista de ellas. En mi vida entera solamente había visto esa belleza en las piezas forjadas por los enanos Dvalinn, Alfrik, Berling y Grer, los mayores maestros artesanos del cosmos nórdico y creadores de «Brisingamen», el collar de hilos de oro y ámbar que Heimdall había recuperado de las codiciosas manos de Loki tiempo atrás.
Y no sé. No sé cuánto tiempo me quedé ahí, de pie contemplando la majestuosidad de aquellas piezas en todo su esplendor. No lo recuerdo con exactitud, pero sí memoricé tres cosas: que me llevé la mano al collar que en ese instante abrazaba mi cuello con delicadeza, que un hombre joven se paró en la acera junto a mí para abrir la puerta del lugar y que al mirarlo de soslayo sentí un vuelco en el estómago.
—Es un hermoso collar el que llevas puesto —dijo con la vista sobre el cerrojo—, aunque no tanto como tú, si me permites el atrevimiento.
—Gracias. —Me sonrojé como si fuera una niña; algo que me pareció inconcebible, pues nunca antes me había avergonzado de esa manera, mucho menos por un simple mortal.
—Alesso, mucho gusto.
—Freyja.
—¿Freyja?
Cuando sus labios repitieron mi nombre sentí un cosquilleo. En mis incontables viajes a Midgard había escuchado a los terrenales pronunciarlo muchas veces antes, pero no así. No cómo él lo hizo en ese momento. Recuerdo que me gustó porque lo vocalizó con elegancia, la necesaria para hacerlo de manera precisa, porque llamarse «Freyja» no era que fuera algo muy cotidiano o frecuente en este mundo, pero dicho por él sonó perfecto e inmejorable.
—¿Puedo verlo?
Asentí con la cabeza y él se movió, situándose frente a mí. Tomó el collar con sumo cuidado y el suave roce de sus dedos me atravesó. Y fue intenso. O eso sentí. Como cuando alguien te despierta un escalofrío inesperado que se queda vagando en tu cuerpo hasta erizarte la piel por completo.
—Nunca antes había visto un collar igual —dijo sin apartar los ojos de él.
—Eso es porque es único en los nueve mundos —respondí sin pensar.
Solo entonces me miró y entornó los ojos cuando lo hizo.
—No puedo distinguir tu acento, ¿de dónde eres?
—Pues…, bueno, en realidad… —Me relamí los labios nerviosa.
—¿Por qué no pasas? —Se interesó.
Dudé, pero al recordar que no tenía otro lugar a dónde ir, ni una cosa mejor que hacer, terminé aceptando.
—¿De quién son las joyas en exhibición? —pregunté mientras merodeaba por la tienda que, de alguna forma extraña, me hacía sentir como en casa.
—Todas las colecciones son mías.
—¿En serio? —Me sorprendí.
—¿Es tan difícil de creer?
—Un poco. De todas las veces que vine a… —Me mordí la lengua antes de decir algo que desatara preguntas que no sabría cómo responder—, a este sitio, nunca ví alhajas tan bellas.
Se cruzó de brazos con una sonrisa burlona.
—¿Ya habías venido a Florencia con anterioridad?
—Sí —mentí.
No fue con intención, pero la última vez que mis pies habían pisado Midgard, el mundo era diferente, antiguo. Los lugares tenían nombres distintos y ya no sabía en dónde había estado y en dónde no.
—¿Me contarás la historia detrás de ese collar?
—¿Historia? —Enarqué la ceja.
—Sí, en mis años como orfebre he aprendido que cada joya tiene su historia y una pieza como la tuya debe tener una igual de extraordinaria.
Sus dedos formaban una piña que apuntaba al cielo y movía la mano de arriba abajo conforme las palabras escapaban de sus labios. Sonreí. Él tenía «algo», ese «algo» que a veces no se puede explicar con palabras recién conoces a alguien. No era porque tuviera una belleza obvia, con su pelo rubio, conformado por miles de hilos de oro, o porque me sintiera sola en esa ciudad desconocida. Era porque todo en él me parecía encantador. Sus graciosos gestos y acento al hablar. La ceja derecha que levantaba cada vez que sonreía. Y la forma en la que rascaba su barba cuando lo miraba directo a los ojos. Además, despertaba cosas en mí con demasiada facilidad. Todavía no estaba segura de si debía luchar contra eso o simplemente dejarlas ser, pues a pesar de haber sido la diosa del amor durante eones, los años que invertí buscando a mi esposo «Óðr » a través de «Yggdrasil», me enseñaron que, en realidad, sabía muy poco sobre el tema: de lo contrario no hubiera sido tan infeliz sin él a mi lado, ya que una regla básica de ese sentimiento tan puro era que siempre debía empezar por uno mismo.
—¿Freyja?
—Disculpa, ¿qué decías?
—¿Te parece si a cambio de la historia de ese increíble collar te invito a desayunar?
Valoré la situación. Estaba perdida en esa ciudad que él llamaba Florencia porque Odín, el padre de todo, había llegado a un acuerdo con Surt y Loki durante la batalla del Ragnarök, para evitar que el universo entero fuera destruido. Un acuerdo que nos costó a todos los dioses nuestra divinidad. No sabía dónde estaban los demás. No tenía ni idea. Podrían encontrarse en cualquier lugar, así que prácticamente estaba sola. No conocía a nadie, tampoco tenía dónde dormir y lo cierto era que empezaba a sentir hambre. Además, no podía ignorar el cúmulo de sensaciones que Alesso despertaba en mí.
Y no sé. Fue un impulso. Un salto al vacío.
—Está bien, pero me temo que un desayuno no será suficiente, tendrás que hacer algo más por mí.
Él se enderezó y me miró alucinado.
—¿Algo más?
—Sí. Quiero que me enseñes todo lo que sabes sobre orfebrería.
Volvió a entornar los ojos y después de sopesarlo unos segundos, dijo:
—Hecho, pero más te vale que esa historia valga la pena.
Me llevé la mano al collar que descansaba sobre mis clavículas y me mordí el labio inferior antes de sonreír.
—No tienes idea.
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