La banca de don Aurelio
1/20/20253 min read


Acababa de pedir que me cortaran dos metros de tul rosa para la falda de ballet de mi hija Sara cuando me enteré de la muerte de don Aurelio Mendoza. Lo comentó otra clienta de la tienda Parisina mientras le echaba un vistazo a los estambres: «Dicen que lo encontraron cubierto por un manto vivo de palomas. A los vagabundos les encanta alimentarlas, vete tú a saber por qué. Me das dos rollos, por favor. Uno blanco y otro negro».
Quise gritarle que él había sido amigo de mi abuelo, pero en lugar de eso, cogí la bolsa con el tul y salí a la calle. Era noviembre y el viento frío me mordisqueaba la piel. Recuerdo que contuve las lágrimas mientras caminaba por el centro de la ciudad, preguntándome si a alguien más se le había arrugado el alma por la noticia.
Cuando llegué al jardín Zenea, una de las plazas más concurridas del centro de Querétaro y donde ellos dos habían pasado gran parte de su tiempo, pues cada tarde a las cinco en punto, mi abuelo y don Aurelio se reunían en la misma banca, junto a Ramón, el hombre que buscaba dar una boleada a cambio de unas monedas, recordé todas las veces que los acompañé, porque mientras ellos dos miraban el ir y venir de la gente, yo los miraba a ellos.
Me recordaban a las esculturas de mármol que veía en los museos, porque apenas se movían y nunca hablaban, pero daba igual porque aquellas palabras no dichas flotaban a su alrededor cuando uno le daba un codazo amistoso al otro después de haber visto algo que llamaba su atención.
Siempre eran cosas distintas: un joven que le compraba una rosa al chico de las flores para dársela a la muchacha que llegaría más tarde con un bonito vestido blanco y el pelo recogido, turistas que se detenían a mirar las muñecas otomíes tendidas en el suelo, o niños paseando en patines con un algodón de azúcar en la mano… En una ocasión se trató de un perro que corría como desquiciado por toda la plaza, olisqueando cada farola, cada árbol y cada esquina para después reclamarlos cómo propios. Sinff, esto es mío. Sniff, esto también. Sniff, ¡ah!, y esto. Sniff. Esto no. Hasta que su dueño lo alcanzó, le puso la correa y se lo llevó de vuelta a casa a regañadientes. Lo recuerdo porque esa vez don Aurelio sonrió como un niño pequeño, con ese brillo en los ojos que me hizo darme cuenta de que los seres humanos no son muy distintos al principio y al final del camino. Los dos tienen la facilidad de encontrar la alegría en las pequeñas cosas.
Aún cuando mi abuelo murió, don Aurelio seguía yendo al mismo rincón a mirar la vida pasar. Tantos años en aquel sitio, propiciaron a que se convirtiera en parte del paisaje que tanto le gustaba observar y su cuerpo echó raíces en la banca de metal sobre la que descansaba. A la vista de los demás, su carne se convirtió en hierro frío y duro y su ropa en el cobijo de las palomas. Al pasar frente a él, nadie lo saludaba, como tampoco saludaban a la diosa Hebe, erigida sobre la fuente en el centro del jardín.
Algunos niños lo miraban desde el kiosco mientras se perseguían jugando «las traes», pero de vez en cuando alguno tenía las agallas de acercarse y tocarlo, solo para cerciorarse de que en verdad se trataba de un hombre vivo y no de una escultura labrada en metal. Claro que don Aurelio no consentía ser la curiosidad de nadie, así que en un santiamén despejaba la duda de un bastonazo que resonaba por toda la plaza. Sentía que a sus años, era mejor ser ignorado que molestado, aunque existía cierta compañía que sí toleraba a su alrededor: la de las palomas.
Ellas se volvieron el último aliento de su humanidad. Se enfadaba cuando los niños las correteaban haciéndolas volar, porque lejos de encontrarlas desagradables, le parecían encantadoras. Le gustaba que revolotearan libres y el zureo que hacían al verlo sacar el pan de entre la servilleta. Siempre hacía eso: guardarse un trozo grande, tal vez de la comida, y compartirlo con ellas cuando los últimos rayos del sol dibujaban sombras y luces sobre el lienzo de su rostro.
A mí me daba la impresión de que había algo en esas aves que lo ayudaban a sentir que pertenecía otra vez, que no sobraba, tal vez. No lo sabía, de lo que sí estaba segura era de que esa banca que desde hace años le había pertenecido a él, en adelante sería una banca como cualquier otra.
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