La muerte de Lucy

12/11/20235 min read

Nunca me han gustado los funerales. El café sabe a mierda. Lo único que hay para comer son platillos insípidos que terminan pudriéndose en la nevera. Si no asistes, eres tachado de cabrón insensible, por decir lo menos. Besos y abrazos incómodos porque es lo jodidamente «correcto». Rostros desencajados por doquier, preguntándose «¿por qué?», cuando la pregunta correcta es «¿por qué no?». La muerte nos llega a todos. Y flores que nunca te obsequiaron mientras aún respirabas. Pero lo peor de todo es que reúnen a gente a la que no les importaste un carajo en vida. En el caso de Brad es así. ¿Conoces a esas personas que no son conscientes de la incomodidad que significa su presencia? Pues ese es Brad Tucker; como es un famoso actor de cine, cree que todos adoran ver su cara idiota.

Mi hermana Lucy creyó que se había sacado el premio mayor cuando lo conoció en un viaje de crucero por Alaska a los veintitrés. Imagino que le parecía un sueño hecho realidad pasar tres semanas en medio del gélido mar, abrazada a una estrella de Hollywood. Pero la burbuja se reventó en cuanto volvieron a Seattle y él desembarcó sin mirar atrás, y sin idea alguna de los gemelos Joey y Rhys. Al menos hasta que me pidió que por favor la acompañara a la premiere de «Ilusiones perdidas», su más reciente largometraje de ese entonces para darle la noticia. Parecía un paso lógico, aunque creo que hubiera sido mucho mejor para ella no decir nada y vivir tranquila como una mamá soltera más; fue como intentar aspirar a tener la familia perfecta de una de las películas de Brad, pero con un libreto de mierda. 

Me pregunto qué está haciendo aquí. 

Joey, que lleva el rostro solo con un poco de máscara en las pestañas; algo que jamás creí ver, pues adora el maquillaje, le ofrece una taza de café a Rhys, pero su hermano la ignora y pasa de largo hasta la cocina de color gris pizarra, con ella tras él preguntándole qué ha ocurrido. Abre el armario alto en el que guarda las bebidas para tomar una botella de ginebra.

—No está mal para ser las nueve de la mañana —dice ella.

—Tenemos un jodido problema. —Lleva el pelo despeinado, la camisa desfajada y parece un salvaje. Eso lo heredó de su madre, que desde niña adoraba andar descalza por la casa y el jardín.

—¿Qué pasa?

—Brad está aquí.

La pobre casi se atraganta con un sorbo del café que Rhys rechazó.

—¿Qué? ¿Qué quiere? —pregunta con los ojos muy abiertos.

—Ni puta idea. Pero lo voy a averiguar.

—Rhys…

Se da la vuelta dispuesto a enfrentarlo, cuando Brad se aparece en la puerta, trae puesto un traje de luto que apenas se distingue de aquellos que suele lucir cuando el muy infeliz aparece en televisión.

—Rhys, Joey, los estaba buscando.

—Largo de aquí —dice él con enfado.

—¿Perdona?

—Fuera de mi vista.

—Rhys… —repite Joey con voz dulce.

—Descuida, Joey. Está bien. Creo que llegué justo a tiempo. Te hace falta una buena lección de modales, ¿verdad Rhys? Lucy debía tener pájaros en la cabeza al momento de educarte. El respeto es la base de un buen crecimiento.

—Mi madre me formó muy bien. Y aunque no fuera el caso, creo que el respeto es algo que tú no mereces.

No puedo evitar sonreír. Es la verdad. Brad Tucker no es un hombre digno. Nunca lo ha sido. Desde que los gemelos eran pequeños los trataba como si se avergonzara de ellos. Mi hermana me llegó a contar que cuando los visitaba, siempre lo hacía oculto tras una gorra de los Delfines de Miami y unas gafas oscuras para evitar ser reconocido por los vecinos. Podría decirse que son su secretillo sucio bajo la alfombra. Hasta la fecha el mundo entero desconoce la naturaleza de su relación. Lucy lo quiso así. O más bien no le quedó otra opción, ya que Brad le dijo que la apoyaría en todo lo que necesitara solo si mantenía el pico cerrado.

¿Por qué los famosos se empeñan tanto en mantener una imagen a base de mentiras? Pueden asegurar sin pelos en la lengua que sus vidas son perfectas, que lo más difícil que han tenido qué hacer es llegar a la cima desde abajo, pero casi nadie está dispuesto a decir en voz alta que tienen un problema grave de consumo de sustancias o que el modelaje los empujó a desarrollar un trastorno de conducta alimentaria. Y no pasa nada. No es un delito. Todos somos humanos con defectos y virtudes. Y el que diga lo contrario, miente.

—¿Qué estás haciendo aquí, papá? —pregunta ella on su amabilidad característica.

Brad imita los movimientos que Rhys hizo minutos antes y toma la botella de ginebra de la barra antes de servirse un vaso y darle un trago largo.

—Vine por ustedes.

—¿Disculpa? —espeta Rhys.

—Escucha, esto me gusta tanto como a ti, pero si no quieren terminar igual que su madre, me temo que no hay opción—. Deja el vaso dentro del fregadero y se queda ahí, con las manos apoyadas a ambos lados.

—¿Qué se supone que significa eso?

En medio de un suspiro, Brad mete la mano en el bolsillo de su pantalón y saca un sobre.

—Como este, hay muchos más. Me estuvieron llegando desde hace semanas. Al principio pensé que podía tratarse de una simple extorsión, pero cuando me enteré de la muerte de Lucy supe que hablaba en serio.

Los gemelos se miran con incredulidad por unos segundos y después Rhys se lo arrebata de las manos.

—Claro, tómalo —responde su padre, pero él ni se inmuta y saca una hoja de adentro.

Por la forma en que le cambia la cara conforme le echa un vistazo, puedo asegurar que no son buenas noticias.

—Esto es…, es… —dice titubeante.

—Sí.

—¿Qué? ¿Qué es, Rhys?

Él le entrega la hoja de papel a su hermana y cuando termina de leerla, suelta la taza de café y ésta se estrella contra el suelo, llamando la atención de todos los presentes. Mi esposa Alice se levanta del sofá orejero de la sala para entrar a la cocina, pero cambia de parecer cuando niego con la cabeza.

—¿Todo está bien? —pregunta con ojos curiosos, detrás del sombrero de jaula de pájaro negro que lleva encima.

—Sí, solo es una taza rota.

Una sonrisa tímida curva sus labios y después regresa con la tía Georgia.

—¿Rhys? —dice Joey con la mirada sobre su hermano.

Él lanza un suspiro derrotado.

—Tiene razón, Joey. No hay opción.

Con gesto teatral, mi sobrina se lleva las manos a la boca, pero no puede ocultar el sollozo que comienza a correrle el rímel.

—Pero, éste es nuestro hogar. ¿Qué pasará con la escuela? ¿Y Luke? No puedo dejarlo, no ahora.

—Sin peros —ordena Rhys.

Ella alza una ceja un poco indignada y después cruza la puerta a paso veloz.

—Joey, Joey… —Hago que se vuelva, cogiéndola del brazo—. ¿Qué es lo que sucede?

Ella me toma de la mano y atravesamos juntos el vestíbulo, hacia las escaleras separadas del resto de la casa por dos puertas de madera que están entreabiertas. Permanecemos un rato en silencio, escuchando los latigazos que hacen las cortinas por culpa del viento que se cuela con fuerza desde la sala, hasta que Rhys entra cerrando las puertas tras de sí, haciendo que las cortinas y el vestido de Joey vuelva a posarse lentamente en su lugar.

—¿Se puede saber qué les pasa a ustedes dos? —pregunto.

—Se trata de mamá, su muerte no fue un accidente. —Su voz es un susurro.

Joey se enjuaga las lágrimas.

—Rhys, muchacho, ¿pero qué dices?

—Alguien la asesinó.

—¿Qué demonios?