La teoría de los girasoles

RELATO

8/5/20256 min read

El aire, espeso y cargado de colores veraniegos, envolvía a Ximena mientras avanzaba por el sendero a casa. A su lado, los girasoles se inclinaban como escoltas ante la presencia de un miembro de la realeza; solo unos pocos, testarudos y rebeldes, se aferraban a su orgullo amarillo, negándose a ceder al viento y a la certeza de que, si la pequeña niña así lo quería, podía arrancarlos de raíz para llevarlos consigo y así contemplar su belleza altiva de cerca. Oh, sí. Claro que podía. De hecho, Ximena sonrió brevemente ante la idea, pero después de alargar la mano y rozar uno de ellos con sus dedos, prefirió dejarlo donde estaba, disfrutando de su resistencia, pues, desde que tenía memoria, Ximena sentía que los girasoles eran algo más que simples flores. En ocasiones los imaginaba como espíritus guardianes encargados de proteger el bosque. Y otras, como los hijos del sol en la Tierra. Ambas ideas le gustaban, sin embargo, su favorita, esa que solía convencerla sin demasiado esfuerzo era la tercera, aquella en la que las flores amarillas eran, nada más y nada menos, que las almas de sus ancestros.

Había algo en su forma de agitarse mientras atravesaba el campo, que le recordaba a las personas que hacía tiempo le habían enseñado que ser diferente estaba bien. Pues Ximena no era una niña cualquiera. No. Ella no creía que el mundo fuera un sitio donde uno siempre debía obedecer. Ni que las reglas escritas por otros tuvieran más peso que las que una misma podía inventar. Y si bien sus maestras opinaban lo contrario —acusándola de distraída, voluntariosa y, peor aún, desafiante— Ximena sabía que había cosas más importantes que sumar con precisión o caminar en fila sin hablar. Cosas como atrapar luciérnagas al anochecer, encontrar figuras entre las nubes o descubrir qué tan lejos podía llegar siguiendo el vuelo errático de una mariposa.

Es por todo eso que en lugar de cortar al girasol más orgulloso de todos, solo se quedó mirando cómo se agitaba de arriba abajo con cierta alegría taimada antes de continuar su camino. Por eso y porque, de golpe recordó aquella mañana en la que La Teoría de los Girasoles echó raíces en su cabeza. Todo comenzó el día de la muerte de su tía Clara, ese viernes lluvioso de septiembre en el que volvía a casa después de la escuela, y la campana de la iglesia repicó de forma extraña, como si anunciara algo más que el paso de las horas. Ximena lo recordó con una claridad punzante: el cielo encapotado, el agua bajo sus pasos salpicándole las calcetas blancas, y ese sonido grave y prolongado que vibraba en su pecho como si alguien la llamara por su nombre desde lo lejos. Esa tarde no fue la primera en llegar a casa. De hecho, cuando cruzó la verja oxidada del jardín, el aire ya olía a cera derretida y claveles, como si el tiempo mismo hubiera conjurado la atmósfera exacta que precede a los grandes cambios. Y allí, en medio del salón, sobre la mesa que solía usarse para los pasteles de cumpleaños o las partidas de dominó, yacía su tía dentro de un acolchado ataúd de madera. Inmóvil. Silenciosa. Como un susurro que había trascendido varias décadas, pero que aun así se había extinguido demasiado pronto.

Nadie pareció notar cuando Ximena se escabulló al campo de girasoles. Sus padres estaban demasiado ocupados recibiendo pésames, su prima sollozaba con el pañuelo empapado contra la nariz, y los vecinos llenaban la casa con palabras huecas que se desvanecían en el aire. Fue allí, entre los gigantes amarillos, donde comprendió que su tía ya no estaba dentro de la casa, ni en el ataúd, ni en el murmullo de las condolencias. No. La tía Clara se había ido al campo. Lo supo cuando uno de ellos, ese que siempre había crecido un poco apartado de los demás, se inclinó como nunca antes, con un crujido leve, casi lastimero, al tiempo que las nubes se abrían apenas para dar paso a un rayo de sol sobre sus pétalos que la acariciaron con delicadeza.

Y, años más tarde, cuando la abuela Marjorie partió tras una larga enfermedad que nadie se atrevía a nombrar en voz alta, otro girasol más encorvado, casi marchito, volvió a inclinarse ante Ximena mientras caminaba entre ellos, apartada del dolor del funeral. Fue un gesto sutil, apenas perceptible, pero Ximena lo sintió como una caricia conocida, el roce de una mano arrugada y salpicada de pecas que alguna vez la arrulló mientras le cantaba nanas en un idioma que ya solo se hablaba en sueños. Esa tarde, el cielo también estaba cubierto de cenizas, a pesar del viento, que cruzaba los campos con un lamento viejo, llevando consigo hojas secas y secretos que nadie parecía querer escuchar.

Una parte de ella, la que le parecía más aburrida y solía ignorar con frecuencia, sentía que necesitaba más pruebas para comprobar su teoría. Sin embargo, el inquilino irracional que vivía en su cabeza, ese gusanito que a menudo le comía el cerebro, la convenció de que el escepticismo estaba reservado para los adultos con corbatas demasiado apretadas y finalmente la idea se ancló en su mente como una semilla que no pide permiso para germinar, junto a la gran pregunta:

¿Y si los girasoles no solo guardaban las almas de quienes amaba, sino también las respuestas a preguntas que aún no sabía formular? De alguna manera, ese pensamiento —el de las almas de sus seres queridos brotando en flores amarillas— le ayudaba a comprender la muerte. No como los adultos querían que la entendiera, sino como una mudanza secreta. Un cambio de casa. Sí, eso era. Porque si las personas podían irse a vivir a otro barrio, a otra ciudad, o incluso a otro país, ¿por qué no podían mudarse también a un lugar donde las raíces fueran suaves y las hojas pudieran acariciar el cielo?

Ximena imaginaba que allí, en ese mundo de tierra tibia y pétalos dorados, la abuela Marjorie continuaba preparando pasteles de lodo mientras la tía Clara tejía nubes y contaba historias que solo las flores podían entender. Por eso, cuando se sentía triste o sola —como esa vez que la castigaron por pintar el pizarrón de la escuela con tiza de colores, o cuando su hermana se mudó a la gran ciudad para estudiar la universidad—, Ximena iba al campo de girasoles y hablaba en voz baja, contándoles todo. Las flores nunca respondían, claro. Pero a veces, si prestaba suficiente atención, alguna se movía de forma diferente a las demás, como si le prestara oídos. O un pétalo se desprendía justo cuando ella hacía una pregunta difícil. O el viento la envolvía de pronto con un susurro que no parecía venir de ningún lado, pero que olía a cera y claveles.

A veces se preguntaba si otros niños también tenían campos como ese. Lugares donde el mundo real y el otro —el que nadie podía ver, salvo con los ojos del corazón— se tocaban por un instante, como si jugaran a las escondidas. Y si no lo tenían, ¿sería porque nunca habían prestado suficiente atención? ¿O porque los adultos, con sus relojes apretados y sus agendas repletas de cosas urgentes, habían olvidado cómo mirar con verdadera curiosidad?

De algo estaba segura: los girasoles no se inclinaban por cualquiera. Solo lo hacían por quienes sabían escuchar. Por quienes se atrevieran a creer que la magia no era cosa de cuentos, sino una especie de promesa que la Tierra susurra a los que aún no han perdido la costumbre de jugar.

Y Ximena… bueno, ella seguía jugando. Aunque ya supiera que el juego era más serio de lo que muchos niños imaginaban. Porque a veces, cuando el viento se calmaba de pronto y algún girasol extendía sus hojas hacia ella como si quisiera tomarle la mano, Ximena sabía que una noticia estaba a punto de llegar. Una noticia que no se anunciaba con palabras, sino con silencios largos, ojos llorosos y abrazos que se quedaban con ella cuando retrocedía, hasta que un día, uno de esos girasoles se inclinara de nuevo, no solo para saludarla, sino para guiarla hasta el lugar donde viven los que ya partieron… y donde, quizá, también la estuvieran esperando.