Lluvia de meteoros

10/10/20243 min read

Cuando se está enamorado, los días son la estela brillante que deja un cometa al atravesar la atmósfera. Todo es perfecto. Tú y ÉL comiéndose a besos, descubriéndose y hablando de todo y de nada como si los relojes se olvidaran de marcar la hora. Cuando estás en la cima del amor, no necesitas mucho para ser feliz, te basta con tenerlo a ÉL, a ÉL, a ÉL. Y la sensación de que nunca ha existido nada más luminoso, vibrante e intenso. Pero ¿sabes qué ocurre cuando las estrellas fugaces entran en la atmósfera terrestre a gran velocidad? Unas horas más tarde, se desintegran.

Se reducen a escombros polvorientos que azotan el cielo nocturno. Y mientras intentas vivir bajo esa lluvia persistente que te golpea con violencia, lo único que deseas es ponerte a salvo. Recluírte en una madriguera, vivir hacia dentro y quedarte en ese rinconcito, lejos del estallido de piedras, que te recuerdan que el cometa fue real. Tan real que a donde quiera que miras hay constelaciones de silencios y palabras dichas anidadas en las paredes. Pedacitos de ti, de ÉL. Y de la vida que soñaron juntos, en aquella época mágica en la que el mundo era redondo, sin esquinas punzantes ni relieves que no ves venir y te hacen caer.

Pero lo hicieron. Cayeron. Y empezaron a sentirse lejos. Tan lejos que a veces ya no solo no se escuchaban, tampoco lograban verse. Y aunque cada mañana hacían un esfuerzo para remover los escombros que la lluvia de meteoros dejaba a su paso... el cansancio los empezó a sobrepasar. Apareció el miedo, el enfado, las dudas y el amor quedó sepultado bajo las perseidas tardías de septiembre. Intacto, vivo, pero ajeno. El evento celeste lo cubrió todo. Se coló en sus vidas y arrasó con aquello que decidieron construir cuando se conocieron. También con ustedes. Con su ilusión. Su fuerza. Sus ganas. Las perdieron.

Y una noche que parecía una más, pero no lo fue. Se despidieron fundidos en un abrazo que te hizo desear quedarte ahí por siempre. En medio de lágrimas agridulces, sonreíste. Lo besaste. Y hundiste los dedos en su pelo, todavía sin creer que sería la última vez. Entonces ÉL te pidió que no estuvieras triste. Que brillaras como la estrella que eres. Y tú le mentiste prometiéndole que estarías bien, no sin antes desearle todo lo bonito de este mundo, porque si hay alguien que lo merece, es ÉL. Aunque no lo crea. Aunque arrastre una mochila tan pesada que hundiría a cualquier otra persona, pero no a ÉL.

Así que ahora la soledad se acurruca a tu lado en la cama y te abraza sin ánimos de soltarte, como una vez lo hizo ÉL. Y tu solo cierras los ojos para imaginar que son sus brazos los que rodean tu cintura, pero es inútil, porque en lugar de calor, susurros al oído y latidos a tope. Pum. Pum. Pum. Solo sientes frío y escuchas el silencio del abandono. «¿Qué más se necesita para perder la batalla contra la nostalgia?», te preguntas, y casi en seguida la llovizna que hasta ese momento humedecía tus pestañas, da paso a una tormenta incontenible que cesa hasta que te quedas dormida.

Al día siguiente, buscas tu sonrisa en donde guardas los calcetines, pero de golpe, te detienes cuando recuerdas que la dejaste con ÉL. Y entonces, un puñado de recuerdos que han comenzado a coger polvo, comienzan a bailar frente a tus ojos... La semana entera que pasaron juntos. Sus dedos entre los suyos. La primera vez que te subiste a su moto y el ataque de pánico. Su risa de cascabeles. El sonido de tu nombre en sus labios. El brillo de la luna cuando te cantó al oído mientras bailaban en la calle. Tus manos subiendo su camiseta la primera vez que la pasión se abrió paso entre los dos...

Y de repente, mientras haces el recuento de los daños que su partida dejó en tu corazón, te preguntas si en realidad valió la pena o si estás pagando un precio muy alto por una estrella que apuntaba a lo más alto, pero empezó a caer con fuerza antes de poder brillar.