Paredes blancas

11/7/20224 min read

Mi nombre es Inocencia Tumini. Si Tumini, como el conde Tumini de Jervas, no necesita mencionarlo, y desde niña he sido una soñadora y visionaria y lo bastante adinerada como para no trabajar. Gracias a la fortuna de mi familia viví siempre entre las esferas sociales más exclusivas del norte de Jervas, yendo de baile en baile que conmemoraban compromisos de duques y duquesas. Pasé mi adolescencia y juventud entre libros antiguos y poco conocidos, así como deambulando por los pasillos y grandes jardines del palacio. Y aun así, no creo que lo leído en tales libros o lo visto en aquellos lugares me hubiera preparado nunca para lo que me iba a suceder, pero de tales cosas debo hablar poco, de lo contrario se confirmarían esas infamias que a veces escucho susurrar a los esquivos enfermeros que me rodean, así que será mejor para mí y para usted que me ciña a los sucesos sin detallar demasiado.

Nunca olvidaré el momento en que me encontré por primera vez con mi gran amor. Era otoño, ya sabe, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta de una hermosa postal silvestre, a una encendida de fuego y maple, intoxicando nuestros sentidos con el indefinible aroma de la tierra.

Esa tarde después de caminar todo el día entre los jardines, pensando en cosas de las que no hace falta hablar, la idea de un helado se atravesó en algún lugar entre mis ojos y las orejas, así que me escabullí entre los zarzales que están detrás del palacio para lograr salir. Usted se preguntará por qué no solo crucé la puerta como la dama que soy y la respuesta es simple, pues no quería ser descubierta. Mi dieta, al igual que mi vida, siempre fue demasiado rígida, el único postre que se me tenía permitido era una ración de fruta deshidratada al día, es por eso que me escapé, como muchas otras veces en las que sentí la necesidad absurda bajo mis pies.

Recuerdo que rumbo a la confitería conté las oscuras piedras de la vereda, las puertas entreabiertas de los comercios, y las farolas sobre la acera para acortar el camino, pero cuando llegué, un pergamino con la palabra «cerrado» colgaba de la puerta desanimándome en seco. Sin embargo, jamás imaginé que de ese instante umbrío nacería el intenso e irracional deseo que me ha conducido a este abismo de reclusión. La confitería había sido sustituída y en su lugar me la encontré a ella, vestida de tul, con su boquita en media luna con la que meció mis sueños, llenitos de amor, desde ese día, hasta que me alejaron de ella.

Doctores como usted le dijeron a mi padre, que debido a mi condición era de esperarse que mi mente perdiera la perspectiva. Repetían algo de las estaciones, refiriéndose al tiempo y a su impacto en el espacio, hablando de mi mente, como si hubiera algo que reparar; y aunque yo les dije que nada en ella era vano o irreal, aun así llegaron ustedes y me sacaron a empujones de mi casa, encerrándome tras estas paredes blancas donde nadie viene a verme, ni siquiera mi madre y donde los recuerdos de mi amada laten insistentemente sobre el nudo que alguna vez fue mi corazón.

Usted me disculpará si suspiro, pero dudo que allá afuera, alguien además de ella, siquiera mencione mi nombre, estoy segura de que han de resolverlo todo como aquí, diciendo que perdí la cabeza por la curiosidad del amor. Mi primer y único amor, al que llaman de cartón piedra, como a esas muñecas pelanas que sólo se dedican a vender y que explotan su cuerpo a descaro y sin pudor. Pero ella no es una prostituta, ¡no lo es!

Ella es la osadía de querer levantarme y las ganas de volverla a ver. Sobre todo ahora que perdí la cuenta de los días de espera que lleva ella, mirando la esquina desde la que me veía llegar, entre brinquitos como el pajarillo que le prestaría sus alas para volar.

Sí señor. Solo por eso mentiría y les daría la razón, incluso juraría que no he de pararme en aquella vitrina de nuevo, aunque los relojes de mi cabeza me griten que han sido horas desde la última vez.

Tras su curiosidad del principio, sí, sé que la atención dedicada a mi amada se tornó más persistente y dediqué mucho de mi tiempo a ella en lugar de mis deberes. A veces me levantaba sigilosamente durante la noche para salir a pasear entre las arboledas hasta llegar a su acera, pese a los tercos intentos de mis padres y la servidumbre para mantenerme encerrada. Pero siendo concisa, qué hago aquí, no sabría decir, a menos que me hayan traído por ser mujer... Sí, eso debe ser. ¡Una Tumini lesbiana! ¿Qué diría la gente? Seguro estremecería a la comunidad y por eso decidieron matarme. No sería extraño. Una celebridad local sepultada a sus treinta en 1900, y en cuya lápida de mármol ostenta un grabado con mi nombre, convirtiéndose lentamente en polvo y mi memoria, en solo un rumor.