Pasos violetas

7/11/20244 min read

Siempre me pareció curioso cómo una decisión en apariencia insignificante puede llegar a sacudir toda una vida. La mía lo hizo una tarde calurosa de marzo en la que decidí marchar por primera vez en las calles de la Ciudad de México, para conmemorar el Día Internacional de la Mujer.

—¡Señor! ¡Señora! ¡No sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente! —gritaba mientras intentaba con todas mis fuerzas seguir adelante y no perder la batalla contra los rayos recalcitrantes del sol—. ¡Señor! ¡Señora! No sea indiferente…

Recuerdo que no tenía temor sino esperanza, estaba embriagada de ella. Casi podía sentirla tirando de mí, esperándome al otro lado.

Mis pasos acompañaban los de mi madre Miroslava y mi hermana Natalia. A mi alrededor, escenas variopintas de hombres buscadores y más de noventa mil mujeres sobrevivientes se unían por una sola convicción: justicia. Tras de mí, hadas encapuchadas rociaban destellos de purpurina fucsia que después de revolotear unos segundos en el aire, caían glamorosos sobre los oficiales y granaderos formados en largas filas que nos miraban sin descuidar sus escudos antimotines. Sobre mi cabeza, nubes verdes y moradas teñían el cielo con brochazos desordenados aquí y allá. Y bajo mis pies, el suelo temblaba al ritmo de los tambores.

—Hola.

Miré a mi alrededor en busca de aquella voz trémula.

—Aquí abajo —aclaró.

Entonces la ví. No sé. No sé qué sentí en ese instante y tampoco lo recuerdo con exactitud, pero si memoricé tres cosas: que era apenas una niña, a lo mucho tendría nueve años, que se me hizo insoportablemente conocida, aunque yo sabía que era imposible, y que era tan esquelética que parecía una pequeña Catrina de papel maché metida en un vestido blanco con estampado de cerezas.

—Hola, ¿todo bien?

—Sí.

—¿Quieres agua? Toma, tengo una botella de sobra.

Levantó una mano y negó con ella.

—Estoy bien —dijo con una línea recta en su boca.

Asentí con la cabeza y volví a lo mío. O mejor dicho, eso quise, porque cuando busqué con la mirada a mi rebaño, ya no estaba. No estaba Natalia, tampoco mi madre. Habían desaparecido, como si la tierra hubiera abierto sus fauces y se las hubiera tragado de un solo mordisco.

—¿Qué pasa? —preguntó la pequeña niña al verme desplegar la vista entre la marea violeta.

—Nada, es solo que…

—Que… —me animó a continuar.

Encogí los hombros con indiferencia, aunque por dentro estaba de los nervios.

—Olvídalo, las veré en el Zócalo.

Sonrió y luego me tomó de la mano con fuerza. Y fue intenso. O eso sentí. Como cuando un roce te atraviesa por dentro y no tienes idea de por qué. Despertándote un escalofrío por todo el cuerpo.

—¿Y tú con quién vienes? ¿Dónde está tu familia? ¿Tu madre?

—Pues…, bueno…, en realidad… —Se mordió el labio inferior y el marrón de sus ojos se ensombreció.

—¿Ella está…?

Guardó silencio y yo lo entendí enseguida. O eso creí.

—Oh… Lo lamento.

—Ella no está muerta.

Solté una risita estúpida como siempre hacía cuando estaba nerviosa.

—Discúlpame, por un momento pensé que marchabas por ella.

—No lo hago. No por ella, quiero decir.

Entonces un empujón nos llegó por detrás, obligándonos a dar pasos atropellados hacia adelante hasta caer sobre el suelo. Estaba segura de haber oído un grito de ayuda, pero no llamó la atención de nadie más, así que decidí ignorarlo como el resto de cosas que de pronto empecé a notar. Me encontraba por demás mareada y todo me daba vueltas, pero no tanto como para no darme cuenta de que mis alrededores se estaban distorsionando, como si a un cuadro de acuarelas le hubieran arrojado un vaso con agua. Además, las mujeres que ahora cruzaban las calles lucían diferentes, casi fantasmales. Pensé que seguramente estaba sufriendo un golpe de calor y que el hambre me estaba jugando una mala pasada, sí eso debía ser, ¿por qué otra razón todo se había vuelto más lúgubre, incluso oscuro, a pesar de que el sol pegajoso de la primavera brillaba en lo alto? Cuando logramos ponernos de pie, le pedí a aquella niña que se mantuviera cerca porque no quería perderla de vista.

—¿Entonces por quién marchas? —pregunté para alejarme de esas imágenes que intentaban abrirse paso entre mi razón y mi cordura.

Dudó. Sé que dudó, pero finalmente sus labios se rindieron ante las palabras que al día de hoy resuenan en mi cabeza como el eco de una vieja canción.

—Marcho por ti.

—¿Por mí?

—Bueno, por nosotras.

Poco menos que enloquecida, me volví a desvanecer sobre el piso, no obstante pude adelantar ambas manos para evitar un golpe que me descolocara las ideas. No lloré, pero los pájaros que sobrevolaban aprovechando las corrientes del viento lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos. Todos pertenecientes a aquella noche lejana en la que un hombre apagó mi vida como las siete velas que sople en mi último pastel de cumpleaños; su sonrisa canalla mientras me arrancaba del jardín que me vió crecer cuando mamá bajaba las bolsas del súper, la forma en la que su abominación se erguía ante mí durante las horas siguientes y su aliento rancio calentándome la nariz a pesar de mis gritos, pidiéndole, no, suplicándole que por favor se detuviera.

Pero en el mundo existe el bálsamo además de las heridas, y mi bálsamo fue la certeza. La certeza de saber que mi familia, mi familia no olvida.