Sobre el otoño y el paso del tiempo
11/13/20243 min read


Olvídate de los atardeceres, los relojes o las pecas de tus manos: mirar telarañas es lo más parecido que existe a contemplar el paso del tiempo. Da la impresión de que atrapan la vida entre sus hilos y te llenan de capas como si alguien bordara años en tus recuerdos.
Esta frase que pensé mientras recorría las calles de Brujas antes de empezar el otoño: «Los que dicen que el paso del tiempo es relativo tienen mucha razón. Los años pueden demoler cuerpos y ciudades enteras, o atraparlas para siempre en una época mágica dónde la fantasía se mezcla con la realidad y la fecha en el calendario es cualquiera que tu corazón pueda soñar».
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El otoño siempre ha sido mi estación favorita, pero no solo por el fascinante baile de las hojas antes de besar el suelo, sino porque me recuerda que para florecer también es necesario morir. Es la estación de la vida y la muerte. De la alegría y la tristeza. Porque por la mañana no puedes evitar ser sonrisa mientras contemplas los rayos amarillos del sol que te dan los buenos días a través de la ventana, pero en el ocaso, es inevitable nublarte de forma inesperada, escuchando el eco de los zapatos infantiles que aplastan las hojas sin miramientos, como el rastro que esa persona dejó a su paso en tu corazón.
El otoño es para los niños. Nadie lo disfruta como ellos, que no se cansan de pisar hojas por el simple placer de escucharlas quebrarse, que son inmunes al ridículo, a las tristezas y a la muerte. Todo son risas, golosinas y bufandas volando en el viento. El miedo se caricaturiza con disfraces y el monstruo del armario que los acecha de noche vuelve a ser solo un cárdigan amarillo. Y cuando la última hoja de la estación alfombra la acera, comienzan a tachar los días del calendario para recibir el invierno, la magia de la Navidad.
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Frente al invierno, donde todo es gris y frío, el otoño siempre me ha seducido con sus abrumadora calidez. De niña, recuerdo admirar con asombro los amarillos, naranjas y rojos que tapizaban la ciudad, deseando detener el tiempo en esa postal perfecta para siempre, porque antes de septiembre solo podía atestiguar tal belleza cuando me escabullía al techo de la casa para contemplar la inmensidad del ocaso en compañía de mi perra.
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Detesto los relojes. Detesto el sonido del tic-tac. Ambas cosas, más allá de que marcan el segundo que deja de ser en el momento que es, me dan la sensación de corretearme a empujones por la vida. Casi siempre es tarde o temprano. Rara vez es el tiempo oportuno, el tiempo al que pertenezco. En el imaginario vivimos en el aquí y ahora, pero en la realidad el tiempo se escapa como un ladrón y saltamos del pasado al futuro en busca del presente en una locura que de pequeños nos hacía gracia al ver al conejo blanco de Alicia, pero ya no. No cuando el tiempo es lo más preciado que tenemos, lo único, en realidad.
Abrir el cajón de los recuerdos, buscar entre ese álbum de instantes que habías creído olvidar y sentarte a ver ese pedacito de tiempo recortado. Los colores resultan familiares, también las risas que parecen hacer eco en tus oídos. Una pausa, un minuto, una vida. Y entiendes que si tuvieras una máquina del tiempo darías todo por volver a ese lugar en el que una vez fuiste feliz.
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