Solo basta un segundo

4/17/20188 min read

Hoy supe de la muerte de Claire Greaves, una joven que no superaba los veinticinco años de edad. Una guerrera que luchó la mayor parte del tiempo para sobrevivir a la anorexia, la inestabilidad emocional y un trastorno de personalidad. Me inspiró en los días que no podía seguir adelante. Yo visitaba su cuenta de Instagram y la veía continuar, aferrarse a la vida e inspirar a otros. Los últimos meses la incertidumbre llegó para la comunidad virtual que la consideraba parte de su familia en el camino de la recuperación. Fue ingresada a un hospital en Reino Unido y aislada de las redes sociales para ayudarla a recuperarse. Vi reaccionar a muchos con enfado a la decisión de los médicos, expresarse en contra, mientras yo solo pensaba que ojalá fuera por su bien, porque si algo sé, es que los medios digitales son un arma de doble filo. Hace algunos años yo era una gran entusiasta del poder de la web –aún lo soy- pero el desencanto no ha pasado desapercibido en mi espíritu bloguero, puesto que con todo y su poder transformador, a veces el Internet se comporta como elemento esencial de la trivialidad y portavoz de los grandes problemas que tiene la cultura moderna. Como lo son los blogs y cuentas en redes sociales que lejos de ser promotores de la esperanza para las personas que sufrimos de trastornos alimenticios y procuramos encontrar un equilibrio mental, perpetúan la enfermedad.

Claire fue una víctima y si bien lo fue de su propia mente que estaba apoderada de unas hijas de puta llamadas depresión y anorexia, también lo fue de un sistema de salud deficiente, y el uso perverso que se ha hecho de sitios innumerables en Internet casi imposibles de controlar. No, si me preguntan nunca la conocí en persona. Hubiera sido un honor. Ella y yo compartíamos más que una pasión, entre ellas, la escritura. Y no. No puedo acercarme en lo más mínimo al dolor que su familia está sufriendo en estos momentos. Pero sí a la frustración y rabia que significa perder a una persona por un monstruo que arrebata de la manera más cruel la vida de un ser querido. Y lo sé porque he estado ahí, sintiendo que no valgo nada en absoluto, ni siquiera el aliento. He estado destruyéndome por más de diez años creyendo que es lo correcto. Sé que muchos pueden pensar que no hay responsable. Que es una lástima, Que se hizo todo lo posible. Pero ¿en realidad así fue? No hablo solo de Claire, hablo de ella, de Ruby Pipes y de millones de personas que están sufriendo en este momento. Que están llorando en un rincón de su habitación sin nadie más. Hablo de los hombres, mujeres, jóvenes y niños que caminan junto a nosotros pensando que estarían mejor si estuvieran muertos. Y ni hablar de los olvidados. De aquellos personajes que todos vemos en las calles y esquivamos con la mirada porque la pobreza y la locura son difíciles de ver. Los indigentes, vagabundos, esos locos extraños. Hablo de mí, de Xareni, que he perdido el sentido de vida más de una vez. Que encuentra en la autolesión y el hambre un modo de evitar el suicidio.

No puedo evitar preguntar: ¿De verdad estamos cuando alguien más nos necesita? ¿De verdad el sistema de salud procura el bienestar integral más allá del discurso y la simulación jurídica? Con Claire suman dos mujeres increíbles que la depresión me ha arrebatado y le ha arrebatado al mundo. Mi corazón no ha sabido qué hacer. Mi primera reacción fue gritar. Más tarde llegó la furia. ¿Por qué ella? ¿Por qué una de las personas que más me inspiraban y tocaban mi corazón? Después me cerré. Nada importaba. Ni siquiera el dolor. Pero era mentira. Sí que importaba. Tanto que necesité del poder sanador de la palabra, sacarlo de mí y concluir diciendo que pude ser yo. ¿Es justo? No. jamás lo es. No me alegro. No me da calma. No me hace sentir bien el verme a salvo y ellas muertas.

Un segundo. Solo eso basta para ser la diferencia.

Mi padre me preguntó que tenía. Por qué estaba lejana y pensativa. Y entonces pronuncié su nombre. Le mostré una foto. «Era apenas una niña», dijo lamentándose con los movimientos de su cabeza. «Y yo una mujer», pensé. ¿Cuál es la diferencia? ¿Que yo a mi veintinueve años ya debería tener todo resuelto? No lo tengo. Al acostarme cada noche me lamento por no tener una cuchilla a la mano y rebanar mi muñeca en dos. No soy la misma que hace tres años, fecha de mi último intento de suicidio. No. No lo soy. Pero todavía continúo luchando por mi vida. Cada día es una batalla que –si no estoy alerta- puedo perder. Solo basta un segundo para darme por vencida. Para escuchar los gritos de mi cabeza. De mi enfermedad mental ¡Sí puritano de mierda! ¡De la enfermedad mental! ¿Eso qué te hace sentir? ¿Repulsión? ¿Falso orgullo por ti mismo? Yo no siento vergüenza. Ya no. Solía ocultar mis cicatrices por la autolesión, pero no más. Ellas son cicatrices de mi propia guerra. Sigo aquí. Pero quizá más dolida de lo que debería. ¿Todo esto pudo evitarse? Tal vez. Hay veces que me exijo demasiado, lo sé. Me culpo y me vuelvo mi peor enemiga. Pierdo la noción de lo que soy –o no- capaz de hacer. La realidad se vuelve un sueño en el que creo prudente apostar mi vida. Solo un corte más. Con más fuerza. Un vómito más. Una comida menos. ¿Deben los profesionales de la salud ignorarnos, internarnos o enviarnos a trabajar? Cada caso es distinto sin duda. «Usted señorita debe venir a la oficina si se siente triste». ¿Está estresada? El trabajo es la respuesta. ¿Está cansada? El trabajo es la respuesta. ¿Está deprimida? El trabajo es la respuesta». Me dijo uno de los hombres que trabaja conmigo y que más respeto. ¿Quiso ayudar? Evidentemente. ¿Lo hizo? En lo absoluto. ¿Estaba preocupado? No lo sé. Pero hay veces que no es suficiente una buena voluntad. Esas veces en las que personas como Claire, Ruby y yo no vemos nada en nuestro futuro más allá de la desolación, errores en nuestro pasado y pesadillas en nuestro presente. La historia nos ha demostrado que el sistema de salud –público al menos- ha sido peor que deficiente y poco responsable para atender eficazmente a las necesidades de programas integrales en cuanto a psicología y psiquiatría se refiere.

Hace poco menos de tres meses tuve una crisis por estrés y poco descanso. Mi psiquiatra, al que veo de manera privada, me diagnosticó principios de anemia y bajo rendimiento debido al desgaste por el estrés de los últimos meses, a lo que me recomendó descanso y ciertas vitaminas. Hasta ahí todo bien. Pero como en mi trabajo ninguna recomendación médica es válida sino proviene del equipo del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), tuve que hacer caso omiso de sus indicaciones y solicitar una cita en dicha institución para que cuando me atendieran –casi un mes después- me dijeran que no estaba mal desde «su punto de vista». Esas indicaciones mal atendidas me ocasionaron, entre otros factores, una recaída a la remisión de la depresión que mi psiquiatra, además de mi psicóloga (también privada), comenzaron a tratarme desde hace tres años, cuando salí de mi hospitalización en el Instituto Nacional de Psiquiatría. Recaída que –aunque muchos no lo saben- me llevó a lesionarme nuevamente.

Como esa, tengo muchas otras vivencias que van más allá de un ejemplo caprichoso de una mujer que huye de las responsabilidades. Mucho tiempo viví aterrada de lo que pudiera pasarme si se enteraran en mi lugar de trabajo que padezco un trastorno, avergonzada por los prejuicios de la estigmatización que aún en el siglo XXI existen alrededor de este tema, pero hoy quiero levantar la voz porque es injusto ser doblemente encarcelada y enjuiciada.

Todavía no entiendo muchas veces como es que sigo viva. Pero definitivamente estoy convencida de que no es ni por las políticas laborales en la materia, ni por el Sistema de Salud Pública, porque a veces parecen cómplices de nuestros propios fantasmas y verdugos. Como si lo que quisieran es llevarnos al límite, desvirtuando la veracidad del sufrimiento de una persona,  a pesar de que lograr que la población conserve su salud mental depende, en gran parte, de la realización exitosa de acciones de salud pública, para prevenir, tratar y rehabilitar. Algo que sin duda, se ha demostrado, no tiene prioridad entre las administraciones que van y vienen.

Ruby Pipes era americana y Claire Graves de origen inglés. Extrañas de países lejanos e historias desconocidas. Mujeres completas que compartieron sus historias de manera constante, a través de publicaciones en sus plataformas virtuales y libros titulados Unrailed y Dear Stranger, con páginas que le hablan a gente como tú y como yo, para inspirar y dejar en claro por qué vale la pena seguir adelante. Y no, no debe ser vista como una contradicción, ya que ahora sus libros siguen aquí y ellas no. Porque la guerra que se vive en las mentes y corazones de personas como ellas y como yo, es muchas veces así, aparentemente sin sentido. Porque nuestra voluntad de vivir es intensa, honesta y hambrienta, como la de un niño que quiere correr cuando apenas aprendió a dar el primer paso. Una voluntad que debido a un entrevesado de fenómenos, va cansandose de a poco.

Así que no. Salir adelante no depende de un estúpido e ignorante «échale ganas», porque si algo hacemos con todas nuestras fuerzas es precisamente eso, aunque a muchos no les parezca suficiente. Porque estar jodido de la cabeza no es lo mismo que estar triste. Al igual que tener un trastorno alimenticio como anorexia o bulimia, no es un capricho por estar delgado. Se tiene que dejar de tratar a las enfermedades mentales como un secreto sucio del que no podemos hablar. La depresión está matando gente. El silencio está matando gente. Al enterarme de la muerte de Claire, me hizo recordar a Ruby, y a un centenar de mujeres y hombres que considero parte de mi familia virtual con los que puedo acercarme para conversar en los momentos más difíciles. Me niego a guardar silencio y permitir que sus muertes se desvanezcan.

Ha pasado casi una semana desde que comencé a escribir este texto desahogando la frustración que me invade cuando alguien tacha de loco, raro o poseído a otra persona que está sufriendo. Nada justifica tal crueldad, ni siquiera su propia ignorancia. Hay que pensar antes de hablar, y si no se sabe del tema, cerrar la boca, ¿acaso es tan difícil? De vez en cuando, nos enteramos de historias en las noticias sobre celebridades que se suicidan. Frecuentemente en actos etiquetados como una sobredosis accidental, seguidas de una vaga declaración sobre una «compleja y larga historia de enfermedad mental». Sin embargo, parece que todos evitamos enfocarnos demasiado en el tema. El elefante rosa se sienta ahí en nuestra habitación, mientras simulamos su ausencia, permitiendo que el olor fétido e insoportable de su mierda se quede e instale por días, meses y años hasta que un miembro de la familia decida señalarlo y romper el silencio.

El hecho es que hay gente que está muriendo a causa de las enfermedades mentales. Una verdad agonizante e insoportable. Hay gente que está luchando en silencio porque la incomprensión los ha hecho temerosos para alzar la voz. El terror de ser etiquetados o vistos como débiles es el resultado de un largo periodo de descuido y estigmatización. Por lo que alzar la voz siempre puede salvar una vida de personas que son amadas, apreciadas y adoradas, incluso si ellas mismas no pueden verlo. Aquí les hablo de dos. Ruby Pipes y Claire Greaves, pero existen padres, hermanos, socios, hijos, amigos y hasta nuestros propios compañeros de trabajo que al día de mañana pueden no estar.

¿Cuántos cadáveres más estamos dispuestos a sacrificar por evitar tener una conversación incómoda?