Todo lo que pudo ser también fue

12/9/20247 min read

Y lo logramos. Lo hicimos.

Poco a poco, convertimos cada rincón de ese sitio en un hogar. Me encantaban las cortinas casi transparentes que escogimos para vestir las ventanas y ese ridículo papel tapiz de color lila que colocamos en las paredes, porque nos recordaba a las jacarandas que engalanaban las calles de la ciudad en primavera. También el encanto de esos muebles antigüos de segunda mano que conseguimos en un bazar del centro. Me encariñé hasta con la terraza, ese espacio que llenamos de almohadones, plantas y guirnaldas de luces, aunque la vista que tenía era tan fea que daban ganas de levantar un muro altísimo con tal de no contemplar los calzoncillos y sujetadores colgados en los tendederos de los vecinos. Porque era el único lugar de la casa desde el que podíamos mirar los arreboles del atardecer perdidos entre orquídeas, enredaderas y violetas. Un pequeño oasis en medio de la ciudad, eso era ese espacio.

También lo fue nuestro primer año viviendo en el número seis de ese bloque de edificios a contraesquina del mercadito de la Cruz. No echábamos de menos lo que habíamos dejado atrás, las amistades y la familia. No pensábamos en lo que perdimos. Nos bastaba con tenernos el uno al otro. Así es cuando eres joven y estás en la cima del amor, te sientes cobijado por la sensación de que no hay nada que no puedas superar. Sin embargo, también fue el comienzo de una época difícil. No fue exactamente por ese aborto espontáneo que meses atrás nos había arrebatado la ilusión de convertirnos en padres, aunque al final una cosa terminara arrastrando a la otra casi sin pretenderlo.

Fue por el anhelo.

Fue porque aún vivía.

Fue porque, a pesar del pánico de pasar por lo mismo otra vez, yo quería volver a intentarlo y él no. Nunca lo hablamos abiertamente, pero era algo que los dos sabíamos que estaba ahí, entre nosotros, colándose en cada noche que pasábamos juntos, cuando Leo se apartaba antes de terminar para correrse fuera y yo tenía que hundir el rostro en la almohada en medio del clímax para contener las lágrimas.

Podíamos hablar de cualquier dificultad que encontráramos en el camino, es cierto. Hablábamos de lo ajustados que habíamos llegado a fin de mes, de las caras largas que mi padre le dedicaba de manera descarada cada que venía a visitarme. Hablábamos de por qué le costaba tanto trabajo bajar la tapa del baño después de orinar, de lo mucho que le molestaba que mis pelos taparan la coladera de la ducha, de esos días en los que él se levantaba de mal humor y yo veía el vaso medio vacío. Hablábamos de las cosas que nos incomodaban del otro y de lo que estábamos dispuestos a hacer para cambiarlo.

Pero no podíamos hablar de aquel problema.

«No volvería al lugar de siempre porque ya no somos los mismos». Es todo. No dice nada más y solo sigue conduciendo por la autopista como si la respuesta que acaba de darme fuera suficiente. Me pregunto si en serio lo cree, o si solo lo dice como un intento desesperado de convencerse a sí mismo, porque a pesar de que hace cinco años que nos largamos de la Ciudad de México con la intención de volver a empezar, la verdad es que el pasado fue un polizón que se coló en nuestras maletas, menguando nuestro esfuerzo de seguir adelante.

Claro que, al principio fue como vivir sobre un algodón de azúcar suave y dulce. Esa es la primera idea tonta que me viene a la cabeza cuando recuerdo nuestra llegada a Querétaro durante aquel verano, porque al encajar la llave en la cerradura de nuestro nuevo departamento fue como si estuviéramos abriéndole la puerta a un futuro lleno de diferentes posibilidades. Y Leo y yo fuéramos dos personas con un pasado en blanco que podían hacer cualquier cosa. Supongo que por esa razón nos tomamos nuestro tiempo para decorarlo a nuestro gusto. Necesitábamos tierra fértil donde echar raíces y florecer.

Pero resistimos. Por supuesto que sí. Lo hicimos porque Leo y yo nos habíamos elegido el uno al otro. No a un hijo que no conocíamos y que tal vez nunca conoceríamos. Nos elegimos de entre miles de personas porque queríamos compartir nuestra vida. Porque nos amábamos. Y al vivir con eso en mente, todo lo demás parecía prescindible. El problema es que al destino le gusta reírse de los planes. Le encanta. Y nosotros no fuimos la excepción.

Esa noche estábamos encerrados en el cuarto de baño con la mirada puesta sobre la prueba de embarazo que camino a casa habíamos comprado en la farmacia porque llevaba dos meses de retraso. El aire olía a ambientador Febreze y Leo me envolvió en un abrazo cuando se dió cuenta de que estaba temblando, incapaz de mirar el resultado. Sonreí ante el gesto, ante lo bien que me conocía y lo consciente que era del trabajo que me costaba enfrentar esa remota posibilidad. Y entonces ocurrió. Nos miramos a los ojos en completo silencio, entre esas cuatro paredes sin saber que, en ese instante, uno que no tendría por qué ser más importante que los demás, el costal en el que habíamos metido todos los silencios y miradas cargadas de palabras no dichas se rompió.

—Lo siento mucho, Leo… Sé que tú no quieres esto —gemí.

Todavía recuerdo todas las veces que pestañeó. Quizá sorprendido porque era la primera vez en mucho tiempo que le permitía ver a través de mi piel. Quizá confundido por mis palabras. Porque aunque no habláramos del tema, nos conocíamos hasta el tuétano; sabíamos del miedo y las dudas paralizantes que sentíamos cada que uno comenzaba a quitarle las prendas al otro y lo mucho que había crecido el dolor de nuestra pérdida hasta que no hubo forma de contenerlo.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y escondí el rostro en su pecho.

—Antonella, amor, escúchame. —Me sujetó las mejillas, obligándome a mirarlo y me limpió las lágrimas con los pulgares mientras yo intentaba recobrar el aliento en medio del llanto—. Sé que te di muchas razones para pensar eso y no sabes cuánto lo siento. Pero no es verdad. La verdad es que estaba aterrado y como no sabía cómo manejarlo, tontamente pensé que lo mejor que podía hacer era protegerte para evitar que volvieras a pasar por lo mismo. Ahora sé que fue un error.

—Yo también me equivoqué. —Noté que empezaban a temblarme las piernas—. Debí hablar contigo, contarte cómo me sentía y lo mucho que quería volver a intentarlo, porque contigo cualquier riesgo vale la pena.

Sonrió. Y pensé que tenía la sonrisa más bonita del mundo, con ese par de hoyuelos en las mejillas, como una sonrisa dentro de una sonrisa.

—¿Sabes que te amo?

Asentí en silencio antes de abrazarlo más fuerte, con la seguridad de que habíamos recuperado eso que habíamos perdido en el camino. Y entonces lo hicimos. Miramos la prueba con los ojos aún brillantes. Estaba embarazada. Y todavía hoy en día, después de tanto tiempo, no encuentro las palabras para describir lo que sentí en aquel momento. Sobre todo porque me parecía casi un milagro, hasta el punto en el que no se sentía real. Fue un punto y aparte, uno de los felices. Al menos hasta el día siguiente, cuando la doctora frunció el ceño mientras movía el ecógrafo por mi tripa.

—¿Todo está bien? —pregunté aún con una sonrisa, mientras contemplaba esa pantalla en la que solo conseguía distinguir manchas negras y grises.

—Lo siento, pero no hay latido.

Pensé que, si alguna vez escuchaba algo así, se nos rompería el corazón. Pero fue peor. Esas palabras nos rompieron por completo y no podíamos hacer nada para evitarlo. Para mantener entero al otro. Ni siquiera reaccionamos cuando nos dijeron que tenían que llevarme al quirófano para sacar al feto. Solo nos apretamos las manos que aún descansaban sobre mi pecho mientras un velo de desamparo ensombrecía nuestra mirada.

—Lo lamento —susurré muy bajito.

—Yo también lo lamento, amor.

Las siguientes semanas fueron una sucesión de cicatrices por coser y nudos que desenredar. Y, luego, sorprendentemente, llegó la calma, cuando Leo me propuso vender el departamento y regresar a la Ciudad de México. No sabía muy bien por qué, pero me importaba una mierda y poco más porque la simple idea de deshacernos de ese castillo de arena que se había desmoronado con nosotros dentro, me parecía suficiente.

—Antonella, amor… —sisea Leo en un intento de traerme de vuelta del viaje en el tiempo que estoy viviendo—. ¿Estás bien?

Nerviosa, me paso un mechón de pelo tras la oreja.

—Sí, lo siento, es solo que…

—Que… —me anima a continuar.

—¿Estás seguro de hacer esto, Leo?

Me mira. Sí que lo está. Lo veo.

—¿Tienes dudas?

Trago saliva muy despacio.

—¿Tú no? Piénsalo, nos marchamos porque a donde quiera que mirábamos veíamos todo lo que pudo ser y no fue, pero ahora que la vida ha vuelto a tomar un desvío, vamos de regreso. No tiene sentido.

Se toma un momento para orillarse en el acotamiento de la carretera al percatarse de que esto es importante para mí.

—Tiene todo el sentido del mundo. ¿No lo ves, amor? —Me toma la cara con ambas manos, apretando suavemente mis cachetes—. Lo hacemos porque todo lo que pudo ser también fue y ya no podemos seguir dándole la espalda.

Sonrío convencida de que, efectivamente, ya no somos los mismos.

De mis ganas. De la forma en la que él pasaba de largo cuando caminábamos por el pasillo de bebés en el supermercado para llegar lo más rápido posible al área de las carnes frías. De cómo apartaba la vista cada que nos encontrábamos con un niño pequeño sentado en el carrito mientras sus padres escogían los aguacates. Y del nudo que a mí se me formaba en el corazón, porque en esos momentos solo podía pensar que nosotros podíamos ser esa familia. Que deseaba con todo mi corazón que aquel bebé fuera nuestro para poder alzarlo entre mis brazos. Lo deseaba tanto…